Hay una virtud de moda que poco gusta al hombre y que no es, precisamente, motivo de orgullo para aquél que la posee. Los más jóvenes la menosprecian y la juzgan de pusilánime; los más viejos sólo la adoptan por motivos de salud. Pero pocos la aceptan y la enseñan como condición para alcanzar una vida feliz. El pensamiento griego, por el contrario, se resguardó siempre en ella, imponiéndose la idea de un límite, equilibrando la sombra con la luz, la razón con el mito. Reconociendo la ignorancia, rechazando el fanatismo y aceptando los límites impuestos por la naturaleza. De aquí el silencioso grito incesante de aquel precepto Délfico: “Nada en demasía”. Una máxima que nos invita a reflexionar sobre los límites que deberíamos imponer a la grandilocuente naturaleza humana que se creyó equivocadamente —desde tiempos inmemoriales— hecha a imagen y semejanza de Dios; unos límites que nos permitan disfrutar del progreso, equilibrando lo humano con lo natural y lo político con lo moral, para poder encarnar de nuevo esos tres mitos que heredamos de la revolución francesa: igualdad, libertad y fraternidad. Por el contrario, nuestro mundo moderno se ha arrojado siempre a la conquista de la totalidad y (lo que tenemos) es producto de la desmesura. Un buen ejemplo de ello es que unos quisieron abrazar con fuerza y llevar hasta las últimas consecuencias el lema de la igualdad y todo se desfiguró en el partido de la hoz y el martillo; los otros, quisieron abrazar sin mesura el lema de la libertad, y todo va en un sistema económico exitoso, con tanta concentración de riqueza y poder, que parece conducirnos a un final apocalíptico que constata la pegajosa irracionalidad del ser humano de la que habló Bertrand Russell en sus ensayos impopulares de 1950: “¿El hombre es un animal racional? Eso es al menos lo que nos han contado. En el transcurso de mi larga vida he buscado diligentemente pruebas en favor de esta afirmación, pero hasta ahora no he tenido la fortuna de toparme con ellas”.
Según Heráclito, la desmesura es un incendio, y nuestro mundo actual le da la razón sin ninguna posibilidad de réplica. Esta es una bala muy antigua, pero sigue vigente: para que los seres humanos podamos cambiar y abrazar el lema francés de la fraternidad (cuya existencia insinuó Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro) es fundamental retornar a esa mesura griega que siglos de religión y progreso industrial pulverizaron. Al respecto pienso con insistencia que el retorno a este precepto antiguo nos permitiría controlar un poco el incendio y, al menos respirar un poco, mientras la psicología moderna y ciencias afines avanzan en la extracción de aquellos querubines pinkerianos que siguen bastante escondidos dentro de nuestra naturaleza humana.
Pero es evidente que hoy en día —especialmente en la política y en las redes sociales— la moderación, la mesura, la templanza, no nos gusta, y hemos pretendido convertirla en un desdeñoso adjetivo llamado: ¡tibieza! Pero el diccionario de la real academia (recordando, como dijo Borges, que el idioma español es rico en sonidos, pero pobre en significados) asigna a “tibio” el mismo significado que a “templado o moderado” que siguen siendo una virtud y no un vicio. Sin embargo, muy seguramente seguirán abundando las voces en contra de la tibieza, porque la estupidez, la desmesura y los políticos se nutren del fanatismo y del pensamiento binario y dogmático: blanco o negro, izquierda o derecha, capitalismo o comunismo, haciendo olvidar a sus conciudadanos de que, como dice Lazare Bickel, “la inteligencia es nuestra facultad de no llevar hasta el límite lo que pensamos, con el fin de que podamos seguir creyendo en la realidad”.
No obstante, la contumacia de los conspicuos ciudadanos del mundo —habitantes de una de las dos orillas— seguirán atizando el pensamiento extremo, sin tener en cuenta que quizás, como escribió Montaigne: “en contra de la forma común, me parece que, en el uso de nuestro espíritu, la mayoría tenemos más necesidad de plomo que, de alas, de frialdad y de reposo que de ardor y de agitación. Porque los ojos se ofuscan igual al ascender de golpe hacia una gran luz lo mismo que al bajar a la sombra.”
Por ello, frente a petristas, uribistas, trumpsistas, maduristas o putinistas, yo prefiero inscribirme en el partido de Montaigne, que gustaba de las naturalezas templadas y medianas y consideraba que la inmoderación, aun hacia el bien, no era ofensivo, pero sí asombroso y se le hacía difícil ponerle un nombre a ello.
Una observación final, para quienes afirman que con tibieza no hay rebelión: “si la rebelión pudiese fundar una filosofía, sería, por el contrario, una filosofía de los límites” […] “La mesura, frente a todo este desorden, nos enseña que toda moral necesita una parte de realismo: la virtud pura es mortífera; y todo realismo una parte de moral: el cinismo es mortífero.” (CAMUS, Albert. El hombre Rebelde, Ed. Losada p. 274)
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