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Blog NEURÓFILOS

Foto del escritorLuis Moreno

Pagaría por una escultura de mi hermano

Actualizado: 18 may 2021

Recuerdo que en mi infancia la única educación reconocida eran los gritos de mi madre y las tareas semanales de la escuela. No conocía más. De hecho, la palabra educación para mí era sinónimo de ir al colegio y cumplir, cumplir y cumplir. No me quejo de eso, era un niño y mi preocupación más importante era no perder los muñecos que nunca sabía dónde dejaba. Sin embargo, a través del tiempo me empecé a fijar en los demás, específicamente en cómo era que a algunos se les dificultaba la escuela, mientras que a mí no, aunque nuestros conceptos de educación eran los mismos. Me respondía que era la pereza, ni modo, era lo que decían mis padres al respecto, especialmente con un hermano totalmente atraído por las artes plásticas ¿Qué veía él en su cabeza, que yo no viera, como para no cumplir al igual que yo en la escuela? Parecía neurótico, me obsesionaba la pregunta y me preocupaba también, y no se fue, hizo su nido y se quedó a crecer conmigo.


Verán, mi hermano reprobó varios años lectivos ¿Cuál era su problema? Se lo preguntaban mis padres, mis primos, mis tíos, y hasta yo. Obviamente quería que mi hermano superara toda la academia establecida y se pudiera dedicar con más facilidad a jugar con la plastilina, le gustaba y era el mejor, en serio. Muchas veces quise copiarle y robarle los diseños, pero no pude; entendía que su trabajo era magnifico y más que asemejarme a él, me apetecía más apreciarlo. Era un mago. Los trozos carentes de sentido los convertía en piezas de arte que significaban de todo. Cuando se discutía con él en las noches por su bajo rendimiento, yo inocentemente me entrometía a escuchar. Pensaba en ello todo el día, hasta que empecé a conocer a más personas como él en el colegio. Muchos de ellos pensaban igual, muchos de ellos no les atraía memorizarse las tablas de multiplicar o aprender a dividir manualmente.

Algunos les gustaba el dibujo, hicimos muchos concursos a ver quién era el mejor, siempre resulté perdiendo, aunque lo disfrutaba. A otros les gustaba el fútbol, quedé muchas veces campeón con el equipo de mi escuela, había muchas estrellas en mi equipo. Algunos se inclinaban por la música y desde pequeños tocaban la guitarra, recibí muchos conciertos en el patio del colegio y ni hablar de los que les gustaba el canto, con ellos era la combinación perfecta para descansar a mitad de jornada. Muchos talentos que, al igual que mi hermano, no tenía la misma mirada fija al pizarrón y que, a pesar de las notas bajas, seguían en lo suyo, en lo que querían, con los ojos brillantes y la boca abierta, felices de lo que hacían, pero tristes de lo que recibían a cambio.


El azar me hizo estar en los salones con los peores promedios. Mis amigos eran los promedios más bajos del colegio. Esto revolvía mi mente ¿Qué hacía que a ellos les fuera tan mal? Obviamente había muchos problemas de por medio, ahora los reconozco y entiendo un poco su dificultad, pero, muchos eran lo que mi hermano era, un niño con diferentes gafas para enfocar la vida, con el mismo nivel de astigmatismo.

Ojalá sea músico. Va a ser el mejor futbolista. Mira sus dibujos, debería venderlos. Si así canta distraída ¿cómo será en el escenario? Bailando se le ve muy feliz. Si no es comediante, no sé lo que sea en el futuro. Eran las frases que más decía en mis días de estudiante. Veía en ellos a mi hermano, y me preocupaba por ellos de igual manera. Quería que fueran felices con lo que hacían en descanso y no en clase. Y no solo eso, también decía cosas como: Mira como escribe, yo me compro un libro de ella. Su memoria es bastante grande, supera a cada uno de nosotros. Multiplica rapidísimo, ni calculadora necesita. Nos defendió a todos, cuando necesite a un abogado lo llamaré a él. La fortuna me puso al frente muchas personas diversas que, fuesen lo que fuesen, las admiraba por lo que eran, por lo que hacían, por lo que les gustaba.


Lastimosamente cuando crecí no vi cantantes, músicos, pintores, escultores, bailarines o actrices. Solo vi caras apagadas o movidas por el miedo, diciendo cómo iban a ser contadores, administradores, ingenieros, médicos, etc. Vi que unos ojos que alumbraban en primaria, en secundaría ya no tenían batería para seguir brillando, para seguir deslumbrando, para seguir haciendo sonreír a los demás, siendo felices ellos mismos.

Eso fue lo que encendió mi inconformismo y me llevó a intentar responder preguntas sobre la educación. Hablé muchas veces de forma muy personal con mis amigos. Quise ayudar con los consejos más escuetos. Intenté dibujar una sonrisa cuando ni siquiera tenía el lápiz y el borrador. Intenté colorear un mundo cuando aún me salía de las rayas. Y entendí que no podía hacer nada, aunque me preocupara por muchos, el camino de ellos ya estaba esculpido. Ellos ya habían cantado la canción que iban a tener que interpretar. Ya habían bailado la coreografía más repetida. Empezaron a actuar con el libreto más conocido. Terminaron con la canción que componían para tocar la que les pedían. Mi hermano ya no compraba plastilina, ahora regalaba la que tenía.


Quizás por esto decidí ser maestro, porque aún veo a mis amigos con los hobbies que más quisieron como carrera, pero que ahora yacen bajo las obligaciones de la asignatura que no da tregua: la vida. Es posible que no pueda hacer mucho, pero al menos intentaré hacer del salón de clases lo que ellos hubieran querido que fuera. Tengo en mi cabeza la importancia del contenido académico, pero también tengo en cuenta las miradas que se pueden encender una o dos veces a la semana o, por lo menos, que se pueden mantener titilando débilmente a contracorriente de un sistema educativo construido a escala de grises.

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