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Blog NEURÓFILOS

DIARIO

Hoy le sonreí a una paloma y si no lo hubiera escrito no habría caído en cuenta de lo rarito que fue ese hecho. Le sonreí como si fuera otra persona, su expresión causaba gracia, e incluso reí en silencio, como si ella hubiera dicho algo irónico. Me miraba de perfil con uno de sus inexpresivos ojos negros. Éramos los únicos que estaban en el muro del balcón y nadie se dio cuenta de aquella interacción. Seguramente ella solo vigilaba que no la fuera a cazar, aun así, estática tenía una mirada mística. Este hecho sin importancia resalta solamente por su rareza y seguramente caería en el olvido si no lo plasmaba en mi diario minutos después.

Últimamente con agrado he dedicado tiempo a la contemplación, o siendo más sincero con las palabras, he pasado varias horas en silencio mirando un sitio. Es un buen pasatiempo para un universitario el ver la coexistencia de distintas interacciones humanas en un mismo espacio durante un prolongado transcurso. El silencio de una plaza se caracteriza por un murmullo general no muy fuerte, donde a veces se distinguen algunas risas o palabras. Todos participan del espacio, lo nutren, y la suma de cada evento particular compone la totalidad del evento de la plaza. Algunos atraviesan yendo o viniendo, solos, acompañados, a paso rápido o lento, parando en medio para luego continuar, cambiando de dirección, saludando o mirando a otro lado. Otros se encuentran sentados, hablan, fuman, comen, en otro punto hacen fila, compran, en compañía o sin ella, sonríen, cuentan cuentos, chismes, juegan UNO, arrugan el ceño, practican idiomas, pintan, llenan de fotos e imágenes un costado. Y nadie de los que participan de un evento particular se da cuenta del conjunto al que hace parte. La plaza, se embellece por la interacción humana. ¿De qué sirve una plaza vacía, una piscina sin nadie que nade, una casa solitaria, un gran monumento sin nadie que lo vea, una pintura, una canción, y todas esas otras cosas cuyo valor, sentido, función, son aumentados o dados por las personas? Me volví humanista, escribí, aunque aún tengo problemas con el termino que define el diccionario. Quizá en algún momento pueda definirlo mejor, o tal vez, para ser más sincero con las palabras, simplemente me gusta ver gente haciendo sus cosas y no hay sitio más bonito que aquel en el que hay personas haciendo cosas.

Nada de esto tiene que ver con la paloma, pero no me gusta en una silla un respaldar que se doble al recostarme, debilidad adquirida por el constante uso que lo ha dejado blando, y me molesta escribir en un apoyo inclinado un poco más de lo normal. Además, de mis acostumbradas cuatro alarmas para despertarme, que regularmente apagaba para seguir durmiendo y levantarme horas después, dejé una, las otras tres fueron eliminadas para no seguir tomándome de recocha a mi mismo con esa payasada. Una oportunidad, ninguna más, ahora me levanto cuando debo.

Entra en silencio, apoya la mano izquierda sobre el centro de la puerta, la otra gira y jala la cerradura, cuando está en su sitio la suelta lentamente hasta que el cerrojo encaja sin hacer ruido. Con la cabeza baja, mira el salón, los pupitres, los compañeros y el sitio que ocupará. Sin levantarla busca con los pies la fila del centro. Pasa al frente del profesor e inclina un poco más la cabeza en una mini venia de saludo respetuoso. Se ubica en la silla, saluda a los cercanos, se dispone a ver clase y saca la libreta para anotar lo que acaba de ocurrir. Le asombra no haber dejado escrito una costumbre ya tipificada, lo hace con disposición religiosa. Con sumo respeto llega tarde.

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