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Blog NEURÓFILOS

El Juzgado

Actualizado: 17 sept 2021

Se ajustó la corbata, ya era hora de propugnar a su cliente ante la corte, caminó tranquilamente el largo pasillo manejándose como su prestigio amerita, seguro de sí mismo, hasta llegar a la puerta donde esperaba aquel desgraciado al que le temblaban las manos.


– No se preocupe, propugnaré por usted – le dijo para tranquilizarlo, pero, no hizo efecto alguno; le hizo ocultar las manos para que nadie se diera cuenta de sus nervios. Quizá le preocupa más mis nervios que los suyos, pensó J. Respiró y le dijo a su cliente que entrara después de él e intentara mantener la compostura durante toda la sesión. Al entrar, J. vio a los obreros construyendo el patíbulo, donde se ejecutan las sentencias, pensó que mantener la calma no sería posible, ya que el patíbulo sólo se construye una vez el acusado es declarado culpable, y no le cabía duda al pensar que el señor juez era el autor de ese gesto de mala fe. Sin haber empezado el juicio aún, ya lo estaban perdiendo. No obstante, J. sin dejarse amilanar, respiró, siguió caminando hasta su asiento, y, al notar la ausencia de su cliente, miró atrás, su cliente estaba inmóvil, pero a la vez todo en su cuerpo se movía violentamente, su piel cambió de color, como una hoja a punto de ser levantada por el casi nulo viento de la sala. Cuando J. reaccionó, era muy tarde, ya lo traían a rastras las manos de cinco policías, que innecesariamente, lo habían agarrado tan fuerte como para dañarle el traje.


– No es necesario que se sienten – dijo el juez. J. pensó que era el tercer acto de intimidación después de entrar en la sala. Cuando se hubo desembarazado de los oficiales, con reprimendas a sus actos amenazantes, sentó a su cliente, cuya alma hacía tiempo había abandonado el lugar; seguidamente se sentó y ajustó nuevamente su corbata. – Los obreros no tardarán mucho en terminar los patíbulos, así que tendrán que levantarse dentro de poco – dijo el juez; seguido de algunos suspiros de alivio entre los presentes. Una vez J. organizó sus papeles, pronunció:


– La defensa informa al juez que está lista para iniciar la sesión –, la sala enmudeció.

– ¿Que la defensa está lista para qué?

– Para dar inicio a la sesión, señor juez.

– ¿Cuál… sesión?

– La sesión por la que estamos todos hoy reunidos, señor juez, la sesión del caso de mi cliente…

– Está usted equivocado y mal informado, los presentes hoy reunidos, vinimos a ver ejecutada la sentencia.

– ¿Cuál sentencia señor juez?

– Ya debería usted saberlo –, respondió.

– Señor juez, precisamente para eso estamos mi cliente y yo aquí hoy, para conocer la sentencia, la cual le aclaro señor juez, sin la más mínima intención de faltarle al respeto, que aún no ha pronunciado, y en este punto he de muy quisquilloso, ya que la razón por la que hoy están los presentes es para conocer la sentencia; no para ver ejecutada, ya sea dicho de paso, una sentencia inexistente –. El juez se apresuró en contestarle.


– Qué le hace a usted pensar, señor… ¿Abogado? Que estas personas no saben a qué han venido hoy al juzgado, y, además, creer poder tomarse la extralimitación de corregirme a mí, el señor juez, que al igual que todos los presentes, sé, que he venido a ver colgados a dos condenados y con celeridad; que el juzgado no tiene tiempo que perder –. J. en vista de un juez difícil respondió:


– Primeramente, señor juez, y los presentes han de darme la razón en esto, al hablar usted de una condena, que no hay, está ignorando grotescamente una parte fundamental de nuestro sistema judicial, el debido proceso. Para haber una sentencia es indispensable que el acusado haya tenido su justa defensa, cosa que no ha ocurrido, por lo tanto, no hay sentencia, y, por consiguiente, sus obreros se verán obligados a desmontar el patíbulo, ya que sin sentencia no hay condenado para colgar –. La duda surgió entre los obreros que parecían decepcionados, por trabajar en vano o quizás por no poder colgar a alguien hoy.


– He de rescatarle de su error, muy a mi pesar, ya que se supone que usted señor abogado ha de saberlo muy bien. Se le olvida que la sentencia no tiene voluntad propia, sino que es el juez quien dicta la sentencia, y le repito, hoy hemos venido a verla ejecutada; ah, y sea dicho, esta, ya ha sido dictada, por mí, el señor juez, por ello los obreros trabajan en el patíbulo, además, usted habla de debido proceso y una justa defensa, he de pedirle que desista de su iniciativa. Como dije anteriormente al juzgado no le sobra tiempo, debido a los muchos casos como el suyo, así que hemos de hacerlo con celeridad, sentenciar y ejecutar sentencia, ¿qué hay de anormal en eso? Sin embargo, no piense usted que, si se le hubiera permitido, cambiaría el resultado, se lo digo yo, el señor juez, que la sentencia sería la misma, solamente que, con formalidades inútiles, las cuales terminan siendo solamente una gran pérdida de tiempo. – J. golpea con el puño su mesa.


– ¡Discrepo de su opinión, señor juez! No es una pérdida de tiempo, y aunque al juzgado no le queden fuerzas para hacer el debido proceso, ¡Yo exijo que se me haga a mí y a mí cliente! – Su respiración empezaba a alterarse.


El señor juez, más para cumplir un capricho que para seguir el deber, le concedió el debido proceso, haciendo tiempo mientras se terminaba el patíbulo. Así que le preguntó al fiscal lo que tenía que decir; el fiscal se levantó y dijo:


– Su señoría, la fiscalía no tiene nada más que decir de los acusados, como ya sabrá usted. Dicho lo anterior el Fiscal no preguntará más. Muchas gracias su señoría. – El juez, sin extrañarse del fiscal, procede a darle la palabra a la defensa, con un movimiento de cabeza, más propio de saludos de barrio que de juez. J. ignorando el gesto tomó la palabra:


– Su señoría, en la potestad que me confiere mi título, he de señalar que el fiscal no ha dicho nada de lo que me pueda defender, no acusa, por la tanto no hay necesidad de defensa, ya que sin acusación no hay delito –. El juez, sin decir palabra, coge con sobreesfuerzo del alma un palo, y le toca, con él, el hombro a uno de los obreros pidiéndole algo, este le pasa un martillo, y él con violencia golpea su mesa en repetidas ocasiones. – Mire, señor… ¿J.?, no estamos aquí para jugar jueguecitos inútiles, el asunto es muy serio y el fiscal ha dado una acusación contundente. Le advertí que esto era una simple formalidad, aun así, le hubiera convenido esperar tan callado como su compañero, hasta que la sentencia sea ejecutada. Por último y más importante, ¿Dónde está su abogado defensor? –. Aturdido por los fuertes martilleos, J. responde: – Señor juez, comparto su opinión, esto no es un juego y el fiscal debería tomárselo más seriamente. Agregar que, no encuentro en lo dicho por el fiscal la acusación contundente de la que habla el señor juez. Acerca de su comentario personal prefiero hacer que no lo he oído, y como podrá observar el abogado defensor soy yo, de este lado de la defensa sólo están mi cliente y su respectivo abogado –.


Nuevamente el juez martillea con violencia. – Es insólito, señor J., el atrevimiento que tiene usted; pero debido a lo delicada que ya es su situación, pasaré por alto su insolencia hacia el juez, además de pedirle a la fiscalía, a término personal, que lo disculpe, y si no tiene abogado, el juzgado le asignará uno. – J. aturdido, aun de los martillazos, intentó responder de inmediato, pero con mayor rapidez alguien se disculpó por él, así que se voltio y al ver a un andrajoso sentado en su lado izquierdo, quedó atónito.

– ¿Quién es usted? – le preguntó.

– Soy su abogado –. Como si fuera lo más obvio del mundo.

– ¡Yo no lo he nombrado mi abogado! –. Con extrañeza hacia J. le responde:

– Descuide, el excelentísimo me ha nombrado su abogado, ahora haga el favor de callarse, que está usted en una situación muy delicada –.


Dando por terminada su conversación con J, se dirigió al juez para responder la pregunta que le hizo a la defensa: – Sí, su excelencia, la defensa tiene algo que decir, claro, solamente si en su profunda bondad me permite decírselo, su excelentísimo. – El juez, rascándose la barbilla lo aprueba; y con una alegría indisimulada prosiguió, – gracias su majestad, permítame pues, siempre que a su excelencia así le complazca, a este humilde e indigno ser, besar su espléndida mano –. El juez, mirándolo como a una rata a punto de morir, le dice – Si la fiscalía no se opone, por supuesto. – J. intentando comprender la situación en la que se encontraba, no hallaba las palabras para hablar.


– La fiscalía no tiene ningún inconveniente, señor juez, y aprecia el gesto de la defensa –. J. viendo lo que estaba a punto de ocurrir, entre una mano estirada y los labios de quien ahora era su defensor gritó:


– ¡Alto!, ¡Alto!, ¡Alto!, ¡Que alguien decente pare esta comedia! Por Dios. – Fue así como el que ahora era su abogado, se avergonzó, se detuvo y dijo:


– Tiene razón mi cliente, esto es una comedia, me disculpo con todos los presentes y exclusivamente con usted, excelentísimo, por no preguntarle si debería arrodillarme o arrastrarme hasta su mano –. J., que, por un momento, vio una pisca de sentido en el que había dicho ser su abogado, al escucharlo terminar decidió despedirlo de su defensa, si es que alguna vez lo fue, y dirigiéndose al juez tomó la palabra:


– Señor Juez, no comprendo por qué se me ha asignado un abogado, si no lo necesito, sería demasía que el abogado del acusado tuviera un abogado sabiendo que con el primero es suficiente para el caso –. El juez, esta vez golpea con tanta violencia la mesa que le hace un daño permanente, y, sin inmutarse por el daño, respondió:


– Seré franco con usted; no me agrada que se salte las normas del juzgado, pero Señor J., le responderé lo que con descaro ha preguntado, en un gesto de amabilidad que no debería tener con usted, y, le aviso, tiene un abogado porque lo necesita. Todo acusado necesita un abogado. Además, ya que usted alardea mucho de un título que no le es de utilidad, al menos en esta ocasión, he de recordarle que los acusados no pueden ser sus propios abogados, aunque tengan mucha destreza en esta área. Nadie se defiende solo en un juzgado y usted no es la excepción, ahora deje a su abogado trabajar tranquilamente –. J., al escuchar una respuesta negativa se apresura:


– Disculpe su señoría, no comprendo con exactitud sus palabras. Soy el abogado de mi cliente, eso sí es cierto, he de agregar que a lo que a mí respecta estoy aquí en la calidad de defensor, no de defendido, así que, ¿podría usted explicarme cómo y en qué momento he pasado de abogado a acusado? Eso sí, espero encontrar coherencia en sus siguientes palabras, o por lo menos más coherencia de la que ha tenido hasta ahora. – El juez, sin disimular el disgusto que le provocaba las palabras de J., con furor le responde:


– Ha llegado usted hasta extremos, antes inalcanzables, de insolencia. No lo pienso tolerar más, ahora que están listos los patíbulos no hay necesidad de alargar más la cuestión, pero antes de que sean colgados conforme a la sentencia, y como último gesto de amabilidad, Dios testigo, hacia su asquerosa persona, he de decirle, que desde el primer momento en que se involucró en el caso de su cliente, se volvió tan culpable como si el delito lo hubiera hecho a mano propia. Ni una sola palabra más –.


J. intentó gritar, pero no pudo, los policías ahora triplicados los transportaban, no sin resistencia por parte de J., hacia los patíbulos recién construidos. Por las ventanas entraba la agonizante luz solferina para despedir a los condenados. Una vez en posición, se les acerca un subalterno para hacer la admonición de la sentencia, y, dicha la última palabra, ambos quedan colgados.

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